jueves, 25 de febrero de 2016

Nietzsche et Spinoza


Nietzsche entretient avec l'œuvre de Spinoza une relation ténue, complexe et pourtant forte. Il est particulièrement sensible à la part de subversion qu'elle recèle. La place attribuée par Spinoza à la joie et à la vie permet d'envisager une véritable affinité entre les deux penseurs. Plusieurs études récentes ont été consacrées à cette question

"Je suis très étonné, ravi ! J’ai un précurseur et quel précurseur ! Je ne connaissais presque pas Spinoza. Que je me sois senti attiré en ce moment par lui relève d’un acte "instinctif". Ce n’est pas seulement que sa tendance globale soit la même que la mienne : faire de la connaissance l’affect le plus puissant - en cinq points capitaux je me retrouve dans sa doctrine ; sur ces choses ce penseur, le plus anormal et le plus solitaire qui soit, m’est vraiment très proche : il nie l’existence de la liberté de la volonté ; des fins ; de l’ordre moral du monde ; du non-égoïsme ; du Mal. Si, bien sûr, nos divergences sont également immenses, du moins reposent-elles plus sur les conditions différentes de l’époque, de la culture, des savoirs. In summa : ma solitude qui, comme du haut des montagnes, souvent, souvent, me laisse sans souffle et fait jaillir mon sang, est au moins une dualitude. - Magnifique !"


Friedrich Nietzsche, Lettre à Franz Overbeck, Sils-Maria, le 30 juillet 1881. (Cité dans Le Magazine Littéraire, n° 370, consacré à Spinoza, traduction de David Rabouin).

Nietzsche mantiene con la obra de Spinoza una relación sutil, compleja y aun así fuerte. En particular es sensible a la parte de subversión que encierra. El lugar que Spinoza le atribuye a la alegría y a la vida permite considerar una real afinidad entre los dos pensadores. Varios estudios recientes han abordado este tema.


"¡Estoy muy sorprendido, encantado! Tengo un precursor y ¡qué precursor! Apenas conocía Spinoza. Que me haya sentido atraído por él ahora proviene de un acto "instintivo". No sólo porque su tendencia general sea la misma que la mía: hacer del conocimiento el afecto más poderoso - en cinco puntos capitales me encuentro en su doctrina; sobre estas cosas este pensador, por más excepcional y único que sea, me resulta verdaderamente muy cercano: niega la existencia de la libertad de la voluntad, de los fines, del orden moral del mundo, del no- egoísmo; del Mal. Si, por supuesto, nuestras diferencias son igualmente inmensas, al menos se deben más a las diferentes condiciones de época, la cultura, los saberes.  En suma: mi soledad que, como desde lo alto de las montañas, a menudo, a menudo, me deja sin aliento y me hace brotar la sangre es al menos una dualidad. – “¡Maravilloso!" 

Hannah Arendt -El pensamiento político

"El pensamiento político es representativo; me formo una opinión tras considerar determinado tema desde diversos puntos de vista, recordando los criterios de los que están ausentes; es decir, los represento. Este proceso de representación no implica adoptar ciegamente los puntos de vista reales de los que sustentan otros criterios y, por tanto, miran hacia el mundo desde una perspectiva diferente; no se trata de empatía, como si yo intentara ser o sentir como alguna otra persona, ni de contar cabezas y unirse a la mayoría, sino de ser y pensar dentro de mi propia identidad tal como en realidad no soy. Cuantos más puntos de vista diversos tenga yo presentes cuando estoy valorando determinado asunto, y cuanto mejor pueda imaginarme cómo sentiría y pensaría si estuviera en lugar de otros, tanto más fuerte será mi capacidad de pensamiento representativo y más válidas mis conclusiones, mi opinión. (Esta capacidad de «mentalidad amplia» es la que permite que los hombres juzguen; como tal la descubrió Kant en la primera parte de su Crítica del juicio, aunque él no reconoció las implicaciones políticas y morales de su descubrimiento.) El proceso mismo de formación de la opinión está determinado por aquellos en cuyo lugar alguien piensa usando su propia mente, y la única condición para aplicar la imaginación de este modo es el desinterés, el hecho de estar libre de los propios intereses privados.
Por consiguiente, si evito toda compañía o estoy completamente aislada mientras me formo una opinión, no estoy conmigo misma, sin más, en la soledad del pensamiento filosófico; en realidad sigo en este mundo de interdependencia universal, donde puedo convertirme en representante de todos los demás. Por supuesto, puedo negarme a obrar así y hacerme una opinión que considere sólo mis propios intereses, o los intereses del grupo al que pertenezco. Sin duda, incluso entre personas muy cultivadas, lo más habitual es la obstinación ciega, que se hace evidente en la falta de imaginación y en la incapacidad de juzgar. Pero la calidad misma de una opinión, como la de un juicio, depende de su grado de imparcialidad. " 

Verdad y política

H. Arendt

"Nadie ha dudado jamás que la verdad y la política nunca se llevaron demasiado bien, y nadie, por lo que yo sé, puso nunca la veracidad entre las virtudes políticas. Siempre se vio a la mentira como una herramienta necesaria y justificable no sólo para la actividad de los políticos y los demagogos sino también para la del hombre de Estado. ¿Por qué? ¿Qué significa esto para la naturaleza y la dignidad del campo político, por una parte, y para la naturaleza y la dignidad de la verdad y de la veracidad, por otra? ¿Está en la esencia misma de la verdad ser impotente, y en la esencia misma del poder ser falaz? ¿Y qué clase de poder tiene la verdad, si es impotente en el campo público, que más que ninguna otra esfera de la vida humana garantiza la realidad de la existencia a un ser humano que nace y muere, es decir, a seres que se saben surgidos del no-ser y que al cabo de un breve lapso desaparecerán en él otra vez? Por último, ¿la verdad impotente no es tan desdeñable como el poder que no presta atención a la verdad? Estas preguntas son incómodas pero nacen, por fuerza, de nuestras actuales convicciones en este tema.Lo que otorga a este lugar común su muy alta verosimilitud todavía se puede resumir con el antiguo adagio latino Fiat iustitia, et pereat mundus, «Que se haga justicia y desaparezca el mundo». Aparte de su probable creador (Fernando I, sucesor de Carlos V), que lo profirió en el siglo XVI, nadie lo ha usado sino como una pregunta retórica: ¿se debe hacer justicia cuando está en juego la supervivencia del mundo? El único gran pensador que se atrevió a abordar el meollo del tema fue Immanuel Kant, quien osadamente explicó que ese «dicho proverbial... significa, en palabras llanas: "la justicia debe prevalecer, aunque todos los pícaros del mundo deban morir en consecuencia"». Ya que los hombres no pueden tolerar la vida en un mundo privado por completo de justicia, ese «derecho humano se ha de considerar sagrado, sin tomar en cuenta los sacrificios que ello exija de las autoridades establecidas... sin tomar en cuenta sus posibles consecuencias físicas» (2). ¿Pero no es absurda esa respuesta? ¿Acaso la preocupación por la existencia no está antes que cualquier otra cosa, antes que cualquier virtud o cualquier principio? ¿No es evidente que si el mundo --único espacio en el que pueden manifestarse-- está en peligro,se convierten en simples quimeras? ¿Acaso no estaban en lo cierto en el siglo XVII cuando, casi con unanimidad, declaraban que toda comunidad estaba obligada a reconocer, según las palabras de Spinoza, que no había «ninguna ley más alta que la seguridad de [su] propio ámbito»? (3) Sin duda, cualquier principio trascendente a la mera existencia se puede poner en lugar de la justicia, y si ponemos a la verdad en ese sitio --Fíat veritas, et pereat mundus--, el antiguo adagio suena más razonable. Si entendemos la acción política en términos de una categoría medios-fin, incluso podemos llegar a la conclusión sólo en apariencia paradójica de que la mentira puede servir a fin de establecer o proteger las condiciones para la búsqueda de la verdad, como señaló hace tiempo Hobbes, cuya lógica incansable nunca fracasa cuando debe llevar sus argumentos hasta extremos en los que su carácter absurdo se vuelve obvio (4). Y las mentiras, que a menudo sustituyen a medios más violentos, bien pueden merecer la consideración de herramientas relativamente inocuas en el arsenal de la acción política. "

domingo, 7 de febrero de 2016

De candente actualidad

Texto del periodista Laurent Joffrin que prologa la edición del Tratado sobre la tolerancia de Voltaire, escrito a raíz de un hecho tan injusto como espantoso, producto de la intolerancia religiosa de su tiempo, y ofrecido a sus lectores por el diario francés Libération en formato digital. Escrito por uno de los principales representantes de la Ilustración, cobra nuestros días una vigencia sorprendente.

PREFACIO- ¿Voltaire habría sido Charlie? Dejaremos la pregunta en suspenso. El genio del estilo y la claridad de argumentos borran todas las reservas. La lengua es un arma. Voltaire la vuelve contra la idiotez del dogma, la estupidez de las verdades reveladas


Por Laurent Joffrin

Cuando se le habla del caso por primera vez, Voltaire no es nada tierno con la familia Calas: “No valemos gran cosa pero los hugonotes son peores que nosotros, y además declaman contra la comedia”. Una tarde de Octubre de 1761, en el 16 de la calle des Filatiers, en Toulouse, se encontró a Calas hijo, Marc-Antoine, colgado del picaporte de la puerta de la planta baja de la casa familiar. Los Calas acusan a un desconocido criminal venido del exterior. Pero la puerta que da a la calle está cerrada por dentro. Rápidamente los rumores circulantes dan otra versión. En el seno de un hogar protestante, el joven quería convertirse al catolicismo; para impedirlo, la familia decidió matarlo. Este crimen del fanatismo conmociona a Voltaire. Todavía está mal informado.
Al término de un proceso injusto basado en el odio a los reformistas, Jean Calas, el padre, es condenado a muerte. Le muelen los huesos, lo fuerzan a beber veinte jarras de agua, lo atan en la calle y le rompen los brazos y las piernas, antes de estrangularlo y quemar el cuerpo. Juan Calas no confiesa nada. En medio de indecibles sufrimientos, sostiene su inocencia hasta el final y le pide a Dios que perdone a sus jueces.
Poco después, un amigo esclarece a Voltaire. El proceso es escandaloso, le dice. Calas es inocente, el hijo no fue asesinado sino que se suicidó. El asesinato colectivo es un invento popular avalado por una justicia parcial, una fábula nacida de la intolerancia. Marc-Antoine era melancólico, no soportaba el futuro que le fue destinado. Si la familia alegó el crimen de un merodeador, fue para librar a su hijo de la suerte del suicida, cuyo cuerpo sería arrastrado por tierra boca abajo antes de tirarlo a la basura. Esta mentira inicial despertó sospechas. Los prejuicios del pueblo de Toulouse hicieron el resto. La investigación estuvo a cargo de un oficial municipal repleto de prevenciones contra los hugonotes. Se llamó a la delación pública recurriendo al procedimiento monitorio, que consiste en leer en las iglesias un texto llamando a testimoniar, bajo pena de excomunión. Las acusaciones contra la familia Calas proliferaron, todas en base a lo que se dice. Juan Calas fue condenado sin pruebas, conforme a los rumores y el fanatismo reinante.
Intrigado por el enigma policial, indignado por la barbarie de la ejecución, Voltaire recibe uno de los hijos Calas. Las acusaciones son falsas, dijo el joven. Calas amaba profundamente a Marc- Antoine. Uno de los hermanos se convirtió al catolicismo sin que el padre le hiciese ningún drama. Cuando descubrieron el cuerpo, los gritos de desesperación de la familia eran tan fuertes que los vecinos oyeron, lo que no cuadra con un asesinato colectivo. Y por qué los Calas habrían matado su hijo en presencia de un invitado, delante de la sirvienta católica que podría haberlos denunciado, cuando les sobraba tiempo para organizar el asesinato en un momento más propicio? Sólo el suicidio es lógico.
Convencido, Voltaire se pone en campaña. Con 67 años, está en la cumbre de su gloria. Dramaturgo reconocido, autor de numerosos escritos, alma del partido filosófico, es también amigo de reyes, la atracción de los salones, escritor tan admirado como temido por la Iglesia, retirado en Ferney donde lleva la vida de un sabio de la Ilustración, administrando su domino y carteándose con toda Europa. Conmocionado por el crimen jurídico, viendo en la condena inicua la ilustración de sus ideas sobre el fanatismo religioso, pone todo en juego, su gloria, su fortuna y pronto incluso su persona para obtener la revisión del fallo y la reivindicación de Calas. Escribe carta tras carta a sus amigos de la aristocracia y de la Corte, publica panfletos, interpela a las autoridades, refuta impiadosamente a los acusadores, ironiza sobre los argumentos de los devotos, procura subsidios a la familia Calas y recibe en su casa a la viuda del supliciado.
Su actividad incansable logró la razón de los poderes. En 1765, conmovido por las filípicas del señor de Ferney, viendo que una gran parte de la opinión esclarecida sostiene la causa de la revisión, Luis XV recibe a los Calas; el rey otorga una importante indemnización a la familia.
El escritor obtuvo la razón de la Iglesia, del partido devoto y la justicia. Un siglo antes que Zola y el nacimiento de los “intelectuales”, Voltaire fundó la típica figura francesa del escritor comprometido en nombre de valores universales contra la iniquidad de los poderes.
En 1763, en plena batalla, juzga que de hecho la suerte de los Calas concierne a la humanidad entera. La familia martirizada no es solo la protagonista lamentable de un suceso. Es la victima emblemática de la intolerancia religiosa, que ha ensangrentado el siglo XVI, sostenido las tiranías del siglo XVII y que continua ejerciendo en el Siglo de las Luces su funesta influencia.
Apelando a todos los recursos de su estilo y erudición, Voltaire compone este Tratado de la Tolerancia que adquiere todavía hoy una resonancia dramática. Es un texto de circunstancia: se trata del relato del caso Calas, diálogos satíricos o filosóficos, largas digresiones históricas, acalorados alegatos plenos de cordura por el derecho a la diferencia religiosa, siempre que se mantenga en la esfera privada. Es un texto clásico: frente a todos los poderes teocráticos, frente a todos los fanatismos, un ácido para los prejuicios, una crítica a la mojigatería, un ariete literario que golpea fuertemente a las puertas del dogmatismo religioso.
Si hoy tiene todavía una repercusión inesperada, es porque cuestiona nuevos poderes. Las dictaduras católicas siendo raras en adelante, el islam político, que niega la modernidad y cambia la religión en tiranía, se vuelve objetivo de la prosa volteriana. Un periodista condenado a mil latigazos, una escolar culpable de querer aprender y amenazada por asesinos, rehenes decapitados, jovencitas sustraídas y casadas a la fuerza, son los Calas de hoy, inmoladas en nombre de un Dios tiránico por devotos sin humanidad. Un tribunal influenciados por los prejuicios, una multitud llena de odio en nombre de la fe, el rechazo de la razón, la ley de Dios en lugar de la de los hombres, ajustes de cuentas políticos al amparo de la piedad, castigos crueles: la Francia de 1763 tiene bastantes rasgos en común con las teocracias contemporáneas. Con esta diferencia: Voltaire no fue arrestado ni amenazado de muerte, sus arengas fueron difundidas pese a todo y el poder político terminó por dejarse convencer de reparar la injusticia. El empuje de la modernidad había vuelto plural y ambigua a la Francia del siglo XVIII, la monarquía deseaba reformarse y la clase dirigente estaba dividida entre tradicionalistas y partidarios de nuevas ideas. Se incubaba la revolución.
¿Qué pasa en la Arabia Saudita de hoy? Sin hablar de las crueldades que conforman la cotidianeidad del estado islámico. Lo que Francia vivía en esa época, tantas naciones musulmanas lo experimentan, en la lucha, en la contradicción, que se sueña con Túnez que evitó el peligro islámico por un acuerdo, una solución que seguramente Voltaire hubiera aprobado.
Los exégetas señalarán que el Tratado sobre la tolerancia no se adapta del todo a la situación creada por la masacre de Charlie Hebdo y del Hipermercado Casher. Voltaire clama por la libertad de conciencia más que por la libertad de expresión. Tomando el caso de Farel, el extremista calvinista que ataca a sus adversarios en las calles de Ginebra, le recrimina no que reprima la expresión de los otros sino directamente su fe. Sobrentiende así que la conciencia debe ser libre, no su manifestación pública, que debe quedar en los límites de la armonía entre religiones. Restricción de época, seguramente, tantos católicos de Francia buscaban regentear no sólo la expresión pública sino las ideas preconcebidas o aprobadas en el secreto de la vida privada. Voltaire quiere que cada uno sea libre de pensar lo que quiera. No va a aprobar los dichos provocadores o las ofensas directas a tal o cual culto. Voltaire es un hombre de sabiduría, de moderación, hoy se diría que es un pragmático, un reformista de la laicidad.
 Pero justamente: en los países de teocracia, la libertad de conciencia sería ya un enorme progreso. Las minorías religiosas en un país de islamismo radical o fundamentalista son perseguidas por lo que son antes que por lo que hacen. Se busca erradicarlos, no sólo confinarlos al espacio privado. La tolerancia según Voltaire les haría dar un paso adelante considerable; el tratado es de una candente actualidad, aun cuando lleva la marca del siglo XVII y la meticulosa influencia ejercida sobre la vida social por los devotos católicos, que había que hacer salir de las casas antes de proclamar la libertad de los lugares públicos.
¿Voltaire habría sido Charlie? Dejaremos la pregunta en suspenso. El genio del estilo y la claridad de argumentos borran todas las reservas. La lengua es un arma. Voltaire la vuelve contra la idiotez del dogma, la estupidez de las verdades reveladas, la tiranía con la cabeza gacha, la estupidez de los fanáticos. Allí está lo esencial. Allí reside la eterna fuerza de esta prosa luminosa, cuyo brillo ahuyenta todavía las cucarachas del oscurantismo.

Traducción: Raquel Heffes