Tremenda obsesión la de ordenar. Hay órdenes pulcros, órdenes
caóticos y órdenes. Cuando el desorden se transforme en orden, será mi tiempo y
reinaré. Por ahora soy Nancy a secas, y así las cosas parecen no funcionar.
Desordenadas en relación a un orden que para cualquiera parecería lógico. No
para mí. No encuentro lógica en la pulcritud cuando nada se explica. De todos
modos, ésta, es una confusión ordenada. Desordenada para el que usa la lógica
como mamá el centímetro pero no es capaz de armar más que camisas de fuerza. Me haría falta una, lo sé,
pero hoy me levanté así, sin poder encontrar una pista en el laberinto.
En este pandemonio, “la gran marioneta” me mira como si hubiera
ganado finalmente la batalla. ¿Batalla dije? Debería hacerme cargo de lo que
digo en aras de la coherencia aunque tampoco cuaje conmigo, es del mismo orden
que orden y esta palabra que empieza en O, como no podría ser de otra forma, me
aburre. Un círculo cerrado que no da lugar a nada aunque asigne lugares a las
cosas siempre dentro de su círculo. Afuera, el desorden.
Ser desordenada es una virtud no reservada a cualquiera, digo, y
siento que no hago más que justificarme. Hacerlo debidamente me da pie para
conceder cierta cualidad al objeto de mi rechazo. Hasta es posible que sienta placer
en despejar la cancha donde se juega el poder entre el titiritero vuelto
marioneta y esta hija que ahora comanda los hilos. Somos dos, el uno engendro
del otro en unívoca reciprocidad como el legendario enigma del huevo y la
gallina. Mira la hija a su padre, mira el títere a su creadora, hija y títere.
El polvo, las motas de estopa, los recortes de malla de alambre
y las pilas de papel de diario que previsoramente fui acumulando en este tiempo
crean una atmósfera confusa. Está bien que alcancemos a vernos de lleno, que
los contornos se fijen y las miradas no encuentren obstáculo. La suciedad entre
nosotros nos ha rodeado de elipsis, hemos tenido, oh títere, una metonimia por
vida y quien sabe cómo, de qué formas poco creíbles y sin embargo mensajeras
nos hemos dicho te quiero.
Es hora de darle sentido a la existencia del escobillón que casi
no tiene uso aunque no pueda evitar que en la mecánica del barrido, vaivén
acompasado, por lo visto todo tiene que tener alguna simetría, la reiteración
me devuelva mi propia imagen de mujercita puloil. De la que no reniego, lo hago
bastante bien, la que no sabe barrer se casa con un pelado decía mamá,
evidentemente por experiencia personal. Barro y pienso, anticipo los pasos a
seguir. Un trabajo mecánico tiene esa ventaja, la mente fluye. Pero no quiero
ni pensar en juntar la tierra amontonada, paso por alto la idea, no hay nada
más bochornoso que agacharse, empujarla dentro de la pala, retroceder, volver a
reunir lo que se negó a subir y tratar de ganarle la partida. Disimulado en el
montón, descubro un elemento extraño. Limpio la tierra en mi remera y obtengo
una cosa plana, algo flexible, que no puedo reconocer. Dejo el escobillón
contra la pared y me siento a mirar el hallazgo. Parece una pieza extraviada
que acompañaba los despojos. ¿El tabique nasal? ¿Los cartílagos se conservan
tanto tiempo? Curiosidad del destino que me trae un elemento fundamental: la
marca de fábrica. Rasgo que en mi padre era absolutamente descollante, tenía
una nariz abultada, imponente, más nariz que ojos, que boca, pero carecía de
esas gibas al estilo de los dromedarios que acreditan al judío. Y si la mía es
una nariz canónica, lo que podría llegar ser un atributo en términos de
estética, lo he vivido siempre como una irreparable falta. Nunca pude sustentar
la diferencia, ni por la nariz, ni por el apellido al que de buena gana le
hubiera agregado un “itzqui”, un “emberg” o un algo por el estilo. ¿Dana, usted
por qué va a faltar?, es año nuevo judío señorita, ¿Usted es judía? ¿Dana es un
apellido judío? ¿Me está diciendo la verdad, Dana? La pertenencia debería
visualizarse, es mucho más cómodo que portar la documentación necesaria. A
falta de distintivo, ¿cómo gozar además de los beneficios secundarios? ¿Qué
chance si no a unos de discriminar y a otros de pasar la gorra recogiendo
óbolos? ¿Cómo de una sola mirada benevolente elevar el puntaje en tolerancia
para merecer el reino de los cielos? ¿Cómo sentirse distinta, especial y única
entre todos los mortales? A los ojos de Inés, por ejemplo, de un celeste
anodino que viró a chispeante cuando en la lechería, tomando submarino con
churros sin sacarnos los guantes de lana gorda y la nariz roja de frío, me
preguntó: ¿Sos judía? Hora de acreditarse y ocupar los lugares del orden en
cajitas de prolijos rótulos. Tengo muchos amigos judíos. Yo también Inés y la
barra de chocolate sumergida en la leche caliente pegada al vidrio. A mí no me
importa que sean judíos, para mí es igual que sean o no. Déjà vue de la
conciencia que parece alcanzar categoría de postulado. Insisto con la cucharita
larga, la barra de chocolate se ablanda pero no termina de disolverse. Los
judíos son muy inteligentes, se destacan en todo. Así parece Inés, aunque no en
disolver chocolate. Los abuelos de mi amiga Edith estuvieron en los campos de
concentración, ¿los tuyos también? Concentrados en salir de la miseria, cómo
decirte, tejidos y confección, medias, camisetas y calzoncillos colgados en un
zaguán. No aprendo más, churro con guantes no caza ratones. No estuvieron,
Inés. No, no. Sefardíes, mis abuelos son árabes. ¿Árabes? ¿No están en guerra
con los árabes? Pero hablan idish, en casa de mi amiga Edith hablan idish...
Aguitiur, te desayunaste, decimos salam, odio al hermano meslem con la misma
lengua madre. Sos judía pero es como si no lo fueras, mi amiga Edith sufrió
mucho, ¿sabés?, la discriminación. En mi presencia nadie la humilla, no me
importa que los judíos hayan matado a Cristo, eso es historia antigua. Además,
Cristo era judío, ¿sabías? Y creyendo saber quién es quién, Inés terminó su
submarino tranquila.
Bien, ahora que encontré un rastro de tu imagen. Ahora, parece
que podemos volver al punto de partida, al instante nefasto en que abandonaste
el ruedo en un bajo, vil, acto de cobardía. Acercame la lámpara un poco más,
puedo verte a partir de tu nariz como un dedo que tapa el bosque, estás más
allá como una promesa, estás, te presiento en el aire. Barrí con esmero, como
me hubieras querido ver, prolijeando la casa, el territorio del amo. ¿Pero cómo
no me di cuenta antes dónde podía encontrarte si estás donde siempre?