martes, 20 de octubre de 2015

Embiblar la voz

Por Henri Meschonnic


Embiblar, sí, es lo que traducir la Biblia hace a la voz.
Pero sólo comprendiendo la escucha del ritmo en el poema-Biblia como una palanca teórica para transformar toda la representación del lenguaje, para dejar al descubierto un universal a partir de un particular concreto específico, alegremente ignorado por dieciocho siglos de teológico-político. Porque la Biblia es un texto religioso.
Embiblar, a condición de tomar el ritmo en la Biblia como la parábola del rol mayor del ritmo en el lenguaje, por el cortocircuito que hace del ni verso ni prosa en el hebreo bíblico el problema mismo de la modernidad poética. Y la profecía del ritmo en el lenguaje.
En contra dieciocho siglos de negación y sordera teológicamente programados, religiosamente sostenidos, por la inigualable mala fe de la gente de fe que siguió planchando un modelo greco-cristiano sobre una organización del lenguaje que es irreductible. De una métrica griega inencontrable a una métrica árabe inencontrable, hasta la retórica sustitutiva del paralelismo bíblico que todavía constituye la idea recibida. Pero que para mí es un enchapado teológico-retórico, ignorado por la exégesis judía tradicional, aunque lo tenga delante de los ojos.
Cuando la rítmica bíblica no sabe ni de verso ni de prosa. Es enteramente poema. Pero no en el sentido que opone el verso a la prosa, dando paso a esa otra estupidez que todavía se escucha de algunos poetas, que creen decir algo oponiendo poesía a la prosa. 
O bien esta rítmica es enteramente prosa. Pero lo es entonces en el sentido de Pasternak que en 1934, en el 1er. Congreso de escritores soviéticos, decía “la poesía es prosa,  […] la prosa misma, la voz de la prosa, la prosa en acción, y no en relato. La poesía es el lenguaje de un hecho orgánico, es decir de un hecho de consecuencias vivas. […] Precisamente, prosa pura en su tensión de transferencia, es poesía”. La paradoja es que embibla.
Esta salida de Pasternak, como se sale de los clichés imperantes, quedó hasta donde sé, como un caso único, en el “terrible concierto para orejas de asno”, como decía Eluard, del tiempo en que fuimos surrealistas.
El cortocircuito poético está allí. Y por embiblar entiendo dar a escuchar ese inaudible del enteramente prosa poema. Borrado de todas las traducciones confesionales, cualquiera sea la confesión, o poetizantes, cualquiera  sea la poetización. 
Y el religioso que venera ese texto borra paradójicamente lo que constituye su fuerza: el ritmo como organización del movimiento de la palabra, que es el continuo del afecto al concepto, el continuo del cuerpo-lenguaje, del poema extendido al infinito del lenguaje.
El religioso también borra la distinción que hace el texto entre lo sagrado, lo divino y lo religioso. Defino lo sagrado, según dice el propio texto del Génesis, como lo fusional de lo humano a lo cósmico; defino lo divino como principio de vida y su paso por toda alma viviente; y defino por último lo religioso como ritualización de la vida social, que capta y engloba en ella lo sagrado y lo divino, y aparece mucho después de En el principio (Génesis), parcialmente en Los nombres (El éxodo), y se instala con su calendario, prohibiciones, prescripciones, en el tercer libro, El Señor llamó (Levítico). Donde lo religioso es ya teológico-político. Pero la teologización, lo que no ven los religiosos, que no ven más que la verdad,  es un semiotismo, la forma sacralizada del dualismo.
Embiblar, también es por lo tanto, paradójicamente, desteologizar, es decir desemiotizar, decristianizar, deshelenizar, deslatinizar, defrancescorrientizar ese lenguaje. Que nunca fue lenguaje corriente. Para recuperar la fuerza del continuo eliminado en el sucesivo trabajo de borrado, es decir, de traducciones que corren detrás del francés corriente para hacer discursos moralizantes y correr detrás de su clientela. En la confesión que sea.
Se trata de historizar radicalmente el lenguaje, los discursos, el poema. Contra el mandato mundializado del signo.
 El problema es un problema poético, en el sentido que para escuchar y dar a entender el hacer y la fuerza de decir, y no sólo el sentido de lo que está dicho, es necesario recuperar todo el serial del texto, el encadenamiento del todoritmo. La fuerza es portadora de sentido. El sentido, sin la fuerza, es el fantasma del lenguaje.
Por voz entiendo oralidad. Pero no ya en el sentido del signo, donde sólo se escucha el sonido en oposición al sentido. En el continuo, la oralidad es del cuerpo-lenguaje. Es el sujeto que se escucha. La voz es la del sujeto que pasa de sujeto en sujeto. La voz hace sujeto. Le hace sujeto. El sujeto se hace en y por su propia voz.
Y se dice, casi milagrosamente, sin saber que es lo que se entiende por la palabra hebrea taam –en plural taamim- que habitualmente se acentúa rítmicamente con acento disyuntivo y conjuntivo, pero que exactamente significa “el gusto” de lo que tenemos en la boca, el sabor de lo que comemos. Metáfora-profecía de lo que dijo, y seguramente sin saberlo, Tristán Tzara, cuando decía: “el pensamiento se hace en la boca”. No, sin duda no sabía todo lo que decía, así como la mayoría de las veces un poema nos permite escuchar todo lo que no sabemos que se escucha.
En el acto, la teatralidad misma de la voz. 
Así, el taam es la profecía del poema en la voz. En el sentido que anuncia la llegada en contra de estereotipos del pensamiento del lenguaje por el signo. Poner poema en la voz es lo que llamo, forjando el verbo de la palabra hebrea, taamisar el lenguaje, taamisar el traducir, taamisar el francés, ya que, en francés, la invención del poema es del francés. De donde taamisar todas las lenguas, todo el pensamiento del lenguaje.  Embiblar, es taamisar.
Y eso, por tironear de la lengua hacia la invención de un sujeto, en el poema de la voz de un sujeto, por sacarle la lengua al signo, catastrófica división que desune, como dos heterogéneos, uno del otro, sonido y sentido, oral y escrito, forma y contenido, letra y espíritu, cuerpo y alma, un juego que no es sino la muerte en el alma. Es decir el discontinuo generalizado.
Pero entonces, traducir el poema-Biblia es el encuentro entre la taamisación, la semántica serial, y la voz-poema del que traduce, un encuentro con el poema que tenemos en la voz. Y no es la Biblia la que actúa sobre la voz-poema, es a la inversa, es la voz-poema la que escucha, encuentra, y puede dar a escuchar el poema- Biblia.
Los roles están invertidos. Es la reversibilidad de la escucha. El encuentro se da como el momento donde nos reconocemos en el infinito de la historia y en el infinito del sentido. Una voz que escucha su propia historia, una voz que habla su historia, se escucha como recitativo. Lo que escuchamos no es lo que ella dice sino lo que hace.  Lo que se hace a sí misma, al que la habla, y también lo que hace al que la escucha. Transforma. Hace lo que no sabemos que se escucha. El trabajo de la escucha es reconocer, imprevistamente, en ciertos momentos, todo lo que no sabíamos que se escucha. El secreto al oído se vuelve un boca a boca.
La voz muestra que por la boca se escucha mejor. Así como Maimónides-, en la Guía de los perplejos, a través de los ejemplos de Amos y de Jeremías, mostró que el oído tiene la visión.
Entonces, en el curso de la traducción, es casi gracioso encontrarse con uno u otro: escribir o desescribir. Pero no es un dualismo, en el que uno más uno es igual al todo. Sonido y sentido, dan el signo. No, es del contra y el para. Contra el signo, para el poema.
Definí el poema, digo y repito, porque hace falta repetirlo, como la transformación de una forma de lenguaje por una forma de vida y la transformación de una forma de vida por una forma de lenguaje. Por lo que poema es la relación máxima entre el lenguaje y la vida. Pero vida humana. En el sentido de Spinoza en el Tratado político: definida no biológicamente “sino esencialmente por la razón, verdadera fuerza y vida del espíritu- –sed quae maximè ratione, verâ Mentis virtute, & vitâ definitur” (V, V). Nada que ver con el vitalismo que no hace más que oponer el lenguaje a la vida.
Por lo tanto es necesario saber que con conceptos del signo lo único que se traduce es el signo. El poema está borrado. Pero todo el mundo sabe que el poema está borrado. Y porque también se sabe que se habla de un intraducible.  A resignarse. Estamos acostumbrados a resignarnos. El traductor del signo es un alma acostumbrada. Como dice Péguy: “Madera muerta, es madera extremadamente acostumbrada. Y un alma muerta es también un alma extremadamente acostumbrada”
Y se dicen algunas barbaridades como que traducir es traicionar. Traduttore, traditore. Por lo que traducir, en relación con la búsqueda de sentido, carece de sentido. Sin saber que buscar el sentido, es ser ventriloqueado por el signo. Greco-cristiano. Justo para la Biblia. Porque no se sabe que traducir, en primer lugar, es traducir la propia representación del lenguaje.
Traducir el signo, parece que tampoco se supiera, es no tener voz. El signo vuelve áfono, a un tiempo que sordo.
Traducir el poema, todo lo que es poema, incluso el poema del pensamiento, supone tener un poema en la voz. Sólo entonces traducir es re-escribir. Traducir el signo, es desescribir. Y luego, otra barbaridad, se dice que las traducciones envejecen. Confundiendo el estado de la lengua con el estado de la voz. Desde ese punto de vista, ninguna diferencia entre una obra llamada original y una traducción.
La gran mayoría de las obras presentadas como originales son productos de la época, no actividades que permanecen activas, por más antiguas que sean. Son por lo tanto como las traducciones de las que se dice que envejecen. Terminaron como la época. Con la época.
Sólo las obras que son una actividad envejecen, es decir, simplemente, que continúan siendo activas. Indefinidamente presentes en el presente. Y las traducciones que son obras, porque son un poema de la voz, también permanecen.
Así que, cuando dicen que las traducciones envejecen, además de no saber lo que dicen, dicen lo contrario de lo que se cree decir. 
Pero escribir, es escribir el poema que tenemos en la voz. Por eso hace falta escucharse. Y nadie tiene exactamente la misma voz. Escuchar la historia que tenemos en la voz. Escuchar nuestra boca.
Embiblar el signo.

Traducción: Raquel Heffes


domingo, 4 de octubre de 2015

Henri Meschonnic o el transeúnte notable

Del bloc de notas de Raphaël CONFIANT



Era un día de comienzo de primavera en la Ciudad Rosa. Por lo tanto, estaba todavía más bien frío para mí que llegaba del trópico, pero todos tenían una sonrisa en esa magnífica plaza del Capitolio. Por “todos”, hay que entender los oriundos del lugar, tolosanos por lo tanto, pero también los bereberes, los griegos, los canacos, los cheroqui, los corsos, los etíopes, los polacos, los tanzanos, guatemaltecos, creoles, y yo qué sé cuántos más. 500 pueblos reunidos o en todo caso 500 lenguas representadas cada una por una pequeña delegación de estudiantes de la Universidad de Toulouse. Nunca la raíz de la palabra “universidad” fue tan merecedora de su nombre. El año llevaba el número 97. 1997.
La plaza del Capitolio estaba ocupada por el “Fórum de lenguas del mundo”, manifestación totalmente alucinante organizada anualmente por un personaje que era la mayor atracción, llamado Claude Sicre, animador y agitador social, occitanista, universalista, músico del grupo de rock occitano los “Fabulosos trovadores”, poeta y profeta de una humanidad regenerada por la fraternidad y la discusión permanente. Bajo pequeñas tiendas, cada país presentaba su lengua, su alfabeto, sus diccionarios, sus obras literarias, y otros.
Cuando había recibido la invitación de Claude Sicre, lo primero fue encogerme de hombros. Por qué hacer 7000 kilómetros para participar de una manifestación de ecumenismo lingüístico cuando mi lengua, el creole, era despreciada, pisoteada, por el poder de un estado que la prohibía, salvo en dosis homeopáticas, en escuelas, universidades, medios, etc. Una vez en el lugar, comprendí el sentido: esa exposición de lenguas en la plaza pública apuntaba en principio a contraponer dos integrismos lingüísticos: aquel, infame, del estado jacobino que hasta hoy se dedica a subestimar al occitano cuando este último ya no representa ningún peligro para la lengua de la República única e indivisible a saber el francés; el otro, patético, de los militantes del occitano, mis hermanos, que viendo morir a fuego lento su lengua se obstinaban en una defensa un poco agresiva de esta última. Detrás de sus aires de hippie sesentayochista, Sicre era alguien sutil. Realista también.
Alguien que inventó las comidas de barrio en la calle. Llegados los días lindos, en algunos barrios de Toulouse, los vecinos ponen mesas, de noche, en plena calle, aportan algo para comer y beber y fraternizan hasta muy tarde.
En resumen, me había decidido a ir porque el programa anunciaba una conferencia conjunta de Henri Meschonnic y yo mismo. Estaba tan halagado como inquieto a la vez. Inquieto de no estar a la altura de este formidable teórico que dedicó toda su vida a suprimir las barreras entre las humanidades y en especial a relacionarlas con la literatura. Pero también tenía curiosidad de encontrármelo en carne y hueso. Amaba su pluma polémica, comprendida en el seno de las más implacables demostraciones científicas, los garrotazos o las fórmulas asesinas dirigidas a sus (numerosos) adversarios y otros detractores. Sabía que Meschonnic era muy criticado en el seno de la comunidad universitaria y estaba por lo tanto muy aislado, por más eminente profesor de París VIII que fuera. No se altera sin consecuencias la teoría de la literatura, la lingüística, la traducción, los estudios bíblicos, incluso la antropología sin ofender a los que viven de eso, dicho de otro modo, a los pequeños maestros aferrados a sus pequeños doctorados gracias a los cuales han podido obtener sus prestigiosos pequeños puestos. O se debe revolucionar con cortesía, pidiendo disculpas al paso y pasándole el cepillo al que se le acaba de arruinar las certezas.
No era el estilo de Henri Meschonnic. Su estilo era la bronca, la patada en el culo a los soberanos clichés y la traza de genio respaldada por una erudición pasmosa.
Me dio la mano muy simplemente. Casi con afecto creo. Enarbolaba una sonrisita lejana que, con su cráneo calvo en el medio y sus dos enormes bolas de cabello blanco a los costados le daban un aire medio Einstein medio Charlie Chaplin.
De golpe me lanza: “creo saber que hablará de la traducción en contexto diglósico. Estaré muy feliz de escucharlo, yo que trabajé sólo en traducción entre lenguas prácticamente del mismo estatus”. Henri Meschonnic tenía la modestia de los grandes. De los grandes espíritus, quiero decir. Aquella de Pierre Bourdieu a quien tuve la suerte de frecuentar durante una semana en Seúl, en Corea del Sud, cuando el gobierno de ese país, entonces encabezado por Kim Dae-Jung, había invitado a quince intelectuales de diversos países del mundo (entre ellos el premio Nobel de literatura nigeriana Wole Soyinka) para discutir el rol de la literatura en esos tiempos de globalización. Sentado por pura casualidad a su lado, en un omnibus que nos conducía, a nosotros los congresistas, durante cuatro horas, a una ciudad del sur del país cuyo nombre no recuerdo, nunca pude lograr que Bourdieu hablara de él ni de su obra. A cada una de mis preguntas, decía: “¡Hábleme de Martinica! ¡Hábleme de lo que usted hace!”. No sabía que estaba gravemente enfermo. Tres meses después la prensa anunciaba su muerte. A los 71 años solamente. O también la de Michel Sevres cuando embolados como ratas muertas en un coloquio sobre la francofonía en Tokio, nos decidimos a caminar sin rumbo las calles para perdernos evidentemente en esa ciudad gigantesca y que tampoco pueda arrancarle una sola palabra sobre su obra . Insistió también en que hablara de la literatura antillana.
No siempre nos es dado codearse con los grandes espíritus. Apreciaba la suerte de poder hablar con Henri Meschonnic y sobre todo de escuchar su brillantísima conferencia, al aire libre, en la Plaza del Capitolio, delante de casi trescientas personas pendientes de sus labios. Es que él, el israelita, ha revolucionado la traducción de la Biblia cristiana. Hasta allí, los traductores al francés de esta última, es decir del Nuevo Testamento, hacían como si originalmente la Biblia hubiera sido escrita en griego o en latín. El original hebreo y arameo ha sido soberbiamente ignorado. Era necesario volver a la fuente, a las lenguas primeras y a su ritmo particular (otro concepto de Meschonnic) y traducir por lo tanto lo más cerca posible del hebreo antiguo. Pero hacía falta hacerlo respetando la poética del texto bíblico y no, como era la tradición, dando a leer una suerte de relato de aventuras de un denominado Jesús y sus discípulos. Traducir de este modo, en completa “opacidad” por tomar una idea preciada de Edouard Glissant, sólo podía desconcertar a los biblistas y traductólogos universitarios. Leer la nueva traducción de los “Cinco rollos” por Meschonnic es una experiencia turbadora. Es como escuchar el llamado del almuédano. Eso da casi envidia de creer en Dios.
Mientras que el público se afanaba en hacerle preguntas, Meschonnic le pidió a Sicre que aprovechando la volada pudiera hacer mi intervención. La idea de evocar una pequeña lengua de apenas tres siglos, chapuceada por colonos sanguinarios y esclavos alelados en un universo de violencia inusitada, el creole por lo tanto, me hacía temblar por dentro. Pero Meschonnic se encargó de introducirme diciendo: “He hablado de las más antiguas lenguas del mundo, el arameo y el hebreo; ahora nuestro amigo nos hablará de la más joven, el creole” Acababa de salvarme la ponencia. Se me escuchó con una atención casi igual a la suya y aproximándose la noche, respondimos juntos quichicientas mil preguntas sobre la diglosia, la traducción, el futuro de las lenguas, o incluso la función de la literatura. Y Meschonnic estuvo entre los interrogadores, prueba de que su interés en la nacida última de las lenguas no era pura cortesía hacia mí.
Requerido por sus actividades docentes, esa misma noche tomaba, lamentablemente, el tren hacia Paris. En el andén de la estación hasta donde quise acompañarlo, sacó del bolso una obra, “Poética de la traducción”, que justamente venía de publicar en ediciones Verdier. Con una bella letra, de las de antaño, hecha de trazos finos y gruesos, me hizo una dedicatoria, siempre con esa sonrisita enigmática que raramente llegaba a abandonar: “En homenaje a una fraternidad de espíritu y de alma. Nunca dejarse convencer.” Me llevó tiempo comprender esas palabras. Al menos la segunda frase.
Ahora que Henri Meschonnic no está más, supongo que quiere decir que mientras los argumentos del Otro no han sido adoptados, mientras no se los dio vuelta, no se los retomó, digirió, criticó, amasó para admitir que pueden ser ciertos, aceptarlos es pura pretensión. Pereza o complacencia intelectual. O macaquería como dice el creole.

El mundo intelectual está lleno de “macacos”. Meschonnic era, él, un hombre de pie. Espero que sobre su tumba se haya pensado salmodiar en voz alta su magnífica traducción del “Cantar de los cantares”.

Traducción: Raquel Heffes



Nacido en 1951, en Lorrain (Martinica), Raphaël Confiant publicó muchos libros en lengua creole antes de lanzarse a la escritura en francés con “El negro y el almirante” (1988) que conocerá un gran éxito. Le seguirán una treintena de novelas, de las cuales muchas fueron premiadas, como “Eau de Café” (premio Noviembre 1991), que se inscriben en el firme avance del movimiento de la creolidad que R. Confiant encabeza con Patrick Chamoiseau y Jean Bernabé. Actualmente es decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad de las Antillas y la Guayana Francesa.