Por Henri Meschonnic
Embiblar,
sí, es lo que traducir la Biblia hace a la voz.
Pero
sólo comprendiendo la escucha del ritmo en el poema-Biblia como una palanca
teórica para transformar toda la representación del lenguaje, para dejar al
descubierto un universal a partir de un particular concreto específico,
alegremente ignorado por dieciocho siglos de teológico-político. Porque la
Biblia es un texto religioso.
Embiblar,
a condición de tomar el ritmo en la Biblia como la parábola del rol mayor del
ritmo en el lenguaje, por el cortocircuito que hace del ni verso ni prosa en el
hebreo bíblico el problema mismo de la modernidad poética. Y la profecía del
ritmo en el lenguaje.
En
contra dieciocho siglos de negación y sordera teológicamente programados,
religiosamente sostenidos, por la inigualable mala fe de la gente de fe que
siguió planchando un modelo greco-cristiano sobre una organización del lenguaje
que es irreductible. De una métrica griega inencontrable a una métrica árabe
inencontrable, hasta la retórica sustitutiva del paralelismo bíblico que
todavía constituye la idea recibida. Pero que para mí es un enchapado
teológico-retórico, ignorado por la exégesis judía tradicional, aunque lo tenga
delante de los ojos.
Cuando
la rítmica bíblica no sabe ni de verso ni de prosa. Es enteramente poema. Pero
no en el sentido que opone el verso a la prosa, dando paso a esa otra estupidez
que todavía se escucha de algunos poetas, que creen decir algo oponiendo poesía
a la prosa.
O bien
esta rítmica es enteramente prosa. Pero lo es entonces en el sentido de
Pasternak que en 1934, en el 1er. Congreso de escritores soviéticos, decía “la
poesía es prosa, […] la prosa misma, la
voz de la prosa, la prosa en acción, y no en relato. La poesía es el lenguaje
de un hecho orgánico, es decir de un hecho de consecuencias vivas. […]
Precisamente, prosa pura en su tensión de transferencia, es poesía”. La
paradoja es que embibla.
Esta
salida de Pasternak, como se sale de los clichés imperantes, quedó hasta donde sé, como un caso único, en
el “terrible concierto para orejas de asno”, como decía Eluard, del tiempo en
que fuimos surrealistas.
El
cortocircuito poético está allí. Y por embiblar
entiendo dar a escuchar ese inaudible del enteramente prosa poema. Borrado de
todas las traducciones confesionales, cualquiera sea la confesión, o
poetizantes, cualquiera sea la poetización.
Y el
religioso que venera ese texto borra paradójicamente lo que constituye su
fuerza: el ritmo como organización del movimiento de la palabra, que es el
continuo del afecto al concepto, el continuo del cuerpo-lenguaje, del poema
extendido al infinito del lenguaje.
El
religioso también borra la distinción que hace el texto entre lo sagrado, lo
divino y lo religioso. Defino lo sagrado, según dice el propio texto del
Génesis, como lo fusional de lo humano a lo cósmico; defino lo divino como
principio de vida y su paso por toda alma viviente; y defino por último lo
religioso como ritualización de la vida social, que capta y engloba en ella lo
sagrado y lo divino, y aparece mucho después de En el principio (Génesis), parcialmente en Los nombres (El éxodo), y se instala con su calendario,
prohibiciones, prescripciones, en el tercer libro, El Señor llamó (Levítico). Donde lo religioso es ya
teológico-político. Pero la teologización, lo que no ven los religiosos, que no
ven más que la verdad, es un semiotismo,
la forma sacralizada del dualismo.
Embiblar, también es por lo tanto, paradójicamente, desteologizar, es decir
desemiotizar, decristianizar, deshelenizar, deslatinizar, defrancescorrientizar
ese lenguaje. Que nunca fue lenguaje corriente. Para recuperar la fuerza del
continuo eliminado en el sucesivo trabajo de borrado, es decir, de traducciones
que corren detrás del francés corriente para hacer discursos moralizantes y
correr detrás de su clientela. En la confesión que sea.
Se trata de historizar
radicalmente el lenguaje, los discursos, el poema. Contra el mandato
mundializado del signo.
El problema es un problema poético, en el
sentido que para escuchar y dar a entender el hacer y la fuerza de decir, y no
sólo el sentido de lo que está dicho, es necesario recuperar todo el serial del
texto, el encadenamiento del todoritmo. La fuerza es portadora de sentido. El
sentido, sin la fuerza, es el fantasma del lenguaje.
Por voz entiendo oralidad. Pero no ya en el sentido del signo, donde
sólo se escucha el sonido en oposición al sentido. En el continuo, la oralidad
es del cuerpo-lenguaje. Es el sujeto que se escucha. La voz es la del sujeto
que pasa de sujeto en sujeto. La voz hace sujeto. Le hace sujeto. El sujeto se
hace en y por su propia voz.
Y se dice, casi
milagrosamente, sin saber que es lo que se entiende por la palabra hebrea ta‘am
–en plural ta‘amim- que habitualmente se acentúa rítmicamente con acento
disyuntivo y conjuntivo, pero que exactamente significa “el gusto” de lo que
tenemos en la boca, el sabor de lo que comemos. Metáfora-profecía de lo que
dijo, y seguramente sin saberlo, Tristán Tzara, cuando decía: “el pensamiento
se hace en la boca”. No, sin duda no sabía todo lo que decía, así como la
mayoría de las veces un poema nos permite escuchar todo lo que no sabemos que
se escucha.
En el acto, la teatralidad
misma de la voz.
Así, el taam es la profecía del poema en la voz. En el sentido que anuncia
la llegada en contra de estereotipos del pensamiento del lenguaje por el signo.
Poner poema en la voz es lo que llamo, forjando el verbo de la palabra hebrea, taamisar el lenguaje, taamisar el traducir, taamisar el francés, ya que, en francés,
la invención del poema es del francés. De donde taamisar todas las lenguas, todo el pensamiento del lenguaje. Embiblar,
es taamisar.
Y eso, por tironear de la
lengua hacia la invención de un sujeto, en el poema de la voz de un sujeto, por
sacarle la lengua al signo, catastrófica división que desune, como dos
heterogéneos, uno del otro, sonido y sentido, oral y escrito, forma y
contenido, letra y espíritu, cuerpo y alma, un juego que no es sino la muerte
en el alma. Es decir el discontinuo generalizado.
Pero entonces, traducir el
poema-Biblia es el encuentro entre la taamisación,
la semántica serial, y la voz-poema del que traduce, un encuentro con el poema
que tenemos en la voz. Y no es la Biblia la que actúa sobre la voz-poema, es a
la inversa, es la voz-poema la que escucha, encuentra, y puede dar a escuchar
el poema- Biblia.
Los roles están invertidos. Es
la reversibilidad de la escucha. El encuentro se da como el momento donde nos
reconocemos en el infinito de la historia y en el infinito del sentido. Una voz
que escucha su propia historia, una voz que habla su historia, se escucha como
recitativo. Lo que escuchamos no es lo que ella dice sino lo que hace. Lo que se hace a sí misma, al que la habla, y
también lo que hace al que la escucha. Transforma. Hace lo que no sabemos que
se escucha. El trabajo de la escucha es reconocer, imprevistamente, en ciertos
momentos, todo lo que no sabíamos que se escucha. El secreto al oído se vuelve
un boca a boca.
La voz muestra que por la boca
se escucha mejor. Así como Maimónides-, en la Guía de los perplejos, a través de los ejemplos de Amos y de
Jeremías, mostró que el oído tiene la visión.
Entonces, en el curso de la
traducción, es casi gracioso encontrarse con uno u otro: escribir o
desescribir. Pero no es un dualismo, en el que uno más uno es igual al todo.
Sonido y sentido, dan el signo. No, es del contra y el para. Contra el signo,
para el poema.
Definí el poema, digo y
repito, porque hace falta repetirlo, como la transformación de una forma de
lenguaje por una forma de vida y la transformación de una forma de vida por una
forma de lenguaje. Por lo que poema es la relación máxima entre el lenguaje y
la vida. Pero vida humana. En el sentido de Spinoza en el Tratado político: definida no biológicamente “sino esencialmente
por la razón, verdadera fuerza y vida del espíritu- –sed quae maximè ratione, verâ Mentis virtute, & vitâ definitur”
(V, V). Nada que ver con el vitalismo que no hace más que oponer el lenguaje a
la vida.
Por lo tanto es necesario
saber que con conceptos del signo lo único que se traduce es el signo. El poema
está borrado. Pero todo el mundo sabe que el poema está borrado. Y porque
también se sabe que se habla de un intraducible. A resignarse. Estamos acostumbrados a
resignarnos. El traductor del signo es un alma acostumbrada. Como dice Péguy:
“Madera muerta, es madera extremadamente
acostumbrada. Y un alma muerta es también un alma
extremadamente acostumbrada”
Y se dicen algunas
barbaridades como que traducir es traicionar.
Traduttore, traditore. Por lo que traducir, en relación con la
búsqueda de sentido, carece de sentido. Sin saber que buscar el sentido, es ser
ventriloqueado por el signo. Greco-cristiano. Justo para la Biblia. Porque no
se sabe que traducir, en primer lugar, es traducir la propia representación del
lenguaje.
Traducir el signo, parece que tampoco se supiera, es no tener voz. El
signo vuelve áfono, a un tiempo que sordo.
Traducir el poema, todo lo que es poema, incluso el poema del
pensamiento, supone tener un poema en la voz. Sólo entonces traducir es
re-escribir. Traducir el signo, es desescribir. Y luego, otra barbaridad, se
dice que las traducciones envejecen. Confundiendo el estado de la lengua con el
estado de la voz. Desde ese punto de vista, ninguna diferencia entre una obra
llamada original y una traducción.
La gran mayoría de las obras presentadas como originales son productos
de la época, no actividades que permanecen activas, por más antiguas que sean.
Son por lo tanto como las traducciones de las que se dice que envejecen.
Terminaron
como la época. Con la época.
Sólo las obras que son una actividad envejecen, es decir, simplemente,
que continúan siendo activas. Indefinidamente presentes en el presente. Y las
traducciones que son obras, porque son un poema de la voz, también permanecen.
Así que, cuando dicen que las traducciones envejecen, además de no
saber lo que dicen, dicen lo contrario de lo que se cree decir.
Pero escribir, es escribir el poema que tenemos en la voz. Por eso hace
falta escucharse. Y nadie tiene exactamente la misma voz. Escuchar la historia
que tenemos en la voz. Escuchar nuestra boca.
Embiblar el signo.
Traducción: Raquel Heffes