viernes, 14 de abril de 2017

Manifiesto por un partido del ritmo

Henri Meschonnic Agosto/Noviembre 1999


Hoy para ser sujeto, para vivir como sujeto, necesito darle lugar al poema. Un lugar. Lo que a mi alrededor veo que llaman poesía tiende en su mayoría extraña, insoportablemente, a negarle un lugar, su lugar, a lo que llamo un poema.
En la poesía a la francesa, por razones no ajenas al mito del genio de la lengua francesa, hay una institucionalización del culto que se le rinde a la poesía, que produce la ausencia sistemática del poema. Modas siempre hubo. Pero esta moda ejerce una presión, la presión de un cúmulo de academicismos. Presión atmosférica: el espíritu de la época.
Contra la asfixia del poema por la poesía, se necesita manifestar, manifestar el poema, necesidad que algunos sienten habitualmente, de sacar la palabra reprimida por el poder de los conformismos literarios que sólo estetizan patrones de pensamiento que son patrones sociales. 
Una idolatría de la poesía produce fetiches sin voz que se dan y son tomados como de la poesía. 
Contra toda poetización, digo que hay poema sólo si una forma de vida transforma una forma de lenguaje y si recíprocamente una forma de lenguaje transforma una forma de vida. 
Digo que sólo en ese sentido la poesía, como actividad del poema, puede vivir en sociedad, producir en la gente lo que sólo un poema puede producir y sin lo que tampoco sabrán que se desubjetivan, se deshistorizan para no ser ellos mismos más que productos del mercado de sentimientos, y de  comportamientos. 
Mientras que la actividad de todo lo que es poema contribuye, como sólo ella puede hacerlo, a constituirlos como sujetos. No hay sujeto sin sujeto del poema. Porque si a los demás sujetos de los que cada uno de nosotros es el resultado les falta el sujeto del poema, no sólo hay una falta específica sino la inconciencia de esa falta, y esa falta alcanza a todos los demás sujetos. Los trece por docena de sujetos que somos. Y no es el sujeto freudiano el que los va a salvar. O el que el que va a salvar al poema. 
Sólo el poema puede unir, mantener el afecto y el concepto en un puñado de palabras que opera, que transforma las maneras de ver, de entender, de sentir, de comprender, de decir, de leer. De traducir. De escribir. En lo que el poema se diferencia radicalmente del relato, de la descripción. Que nombran. Que permanecen en el signo. Y el poema no es del signo.
El poema nos enseña a prescindir del lenguaje. El único que nos enseña que, en contra de las apariencias y costumbres del pensamiento, no usamos el lenguaje. 
Lo que no significa que, según una reversibilidad mecánica, el lenguaje nos use a nosotros. Que, curiosamente, tendría más pertinencia, a condición de delimitar esta pertinencia, limitarla a las típicas manipulaciones, como las que comúnmente provienen de la publicidad, la propaganda, el todo comunicacional, la no-información, y toda forma de censura. Pero entonces no es el lenguaje el que hace uso de nosotros. Son los manipuladores, que nos manejan como las marionetas que somos en sus manos, son ellos los que nos usan.  
El poema en cambio hace de nosotros una forma-sujeto específica. Nos activa un sujeto que no seríamos sin él. Eso, por el lenguaje. En ese sentido nos enseña que no hacemos uso del lenguaje. Pero devenimos lenguaje. Ya no es posible limitarse a decir, sino a modo de anticipo, pero muy vago, que somos lenguaje. Más exacto es decir que devenimos lenguaje. Más o menos. Cuestión de sentido. Sentido del lenguaje.
Pero sólo el poema que es poema nos enseña. No el que se asemeja a la poesía. Ya lista. De antemano. El poema de la poesía. Que sólo reconoce nuestra cultura. Variable, también. Y en la medida en que nos engaña, haciéndose pasar por un poema, es perjudicial. Porque confunde al mismo tiempo la relación con nosotros mismos como sujeto y la relación con nosotros mismos en tanto devenimos lenguaje. Y ambos son inseparables. Ese producto tiende a hacer de nosotros un producto. En lugar de una actividad.
Por ese motivo la actividad crítica es vital. No destructiva. No, constructiva. Constructiva de sujetos. Un poema transforma. Por eso nombrar, describir, no sirven de nada en el poema. Y describir es nombrar. Por eso el adjetivo es revelador. Revelador de la confianza en el lenguaje, y la confianza en el lenguaje nombra, no deja de nombrar. Miren los adjetivos.
De ahí que celebrar, que fue tan frecuentado por la poesía, es enemigo del poema. Porque celebrar, es nombrar. Designar. Desgranar substancia según el sagrado rosario instituido por la poesía. Al mismo tiempo que aceptar. Aceptar no solamente el mundo tal cual es, el innoble “no tengo más que cosas buenas para decir” de Saint-John Perse, sino aceptar todas las nociones de la lengua a través de las cuales está representado. El impensable vínculo entre el genio del lugar y el genio de la lengua. 
Un poema no celebra, transforma. Por lo que tomo lo que decía Mallarmé: “La poesía es la expresión, por el lenguaje humano remitido a su ritmo esencial, del sentido misterioso de los aspectos de la existencia: dota así de autenticidad a nuestra estadía y constituye la única tarea espiritual” Donde algunos creen que está pasado de moda.
Para el poema, reservo el rol supremo del ritmo en la constitución de sujetos-lenguaje. Porque el ritmo no es más, aun si ciertos iletrados no se han dado cuenta, la alternancia del pum-pum en la mejilla del metrista metrónomo. El ritmo es la organización-lenguaje del continuo del que estamos hechos. Con toda la alteridad que funda nuestra identidad. Vamos, metristas, basta un poema para que pierdan el equilibrio.
Porque el ritmo es una forma-sujeto. La forma-sujeto. Que renueva el sentido de las cosas, por el que alcanzamos a percibir que tenemos que desprendernos, que todo lo que nos rodea se hace de desprenderse, y que, mientras se aproxima esta sensación de todo en movimiento, nosotros mismos somos parte de ese movimiento.
Y si el ritmo-poema es una forma-sujeto, el ritmo deja de ser una noción formal, la propia forma deja de ser una noción formal, la del signo, para ser una forma de historización, una forma de individuación. Abajo la vieja dupla de forma y sentido. Poema es todo lo que logre, en el lenguaje, ese recitativo que es la máxima subjetivación del discurso. Prosa, verso, o línea. l 
Un poema es un acto de lenguaje que tiene lugar sólo una vez y recomienza sin cesar. Porque hace sujeto. No deja de hacer sujeto. El de uno. Cuando es una actividad, no un producto.  
Una manera más rítmica, más lenguaje, de aplicar lo que Mallarmé llamaba “autenticidad” y “estadía”. Aunque estadía es un término demasiado estático para expresar la inestabilidad misma. Pero “única tarea espiritual”, sí, agregaría que sí, en este mundo llevado por la vulgaridad de los conformistas y el mercado del signo, o renunciar a ser sujeto, una historicidad en curso, para ser sólo un producto, un valor de recambio entre otras mercancías. Lo que la tecnificación del todo-comunicacional no hace más que acelerar.                                                   
No, las palabras no están hechas para designar cosas. Están para situarnos entre las cosas. Verlas como designaciones, es demostrar que tenemos la más pobre idea del lenguaje. La más común incluso. El eterno combate del poema contra el signo. David contra Goliat, Goliat, el signo.
Por eso incluso creo que es un error vincular ahora y siempre, en Mallarmé, « la ausente de todo ramo » con la banalidad del signo. El signo ausencia de las cosas. Sobre todo cuando se opone a la « verdadera vida » de Rimbaud. Es quedarse en el discontinuo del lenguaje opuesto al continuo de la vida. Mallarmé sabía, él, que sobre una piedra “las páginas no cerrarían bien”.
Aquí es donde el poema puede y debe derrotar al signo. Arrasar con la representación convenida, enseñada, canónica. Porque el poema es el momento de la escucha. Y el signo no hace otra cosa que mostrar. Es sordo, y ensordece. Sólo el poema puede darnos voz, llevarnos de voz en voz, volvernos un escucha. Entregarnos todo el lenguaje en la escucha. Y el continuo de esa escucha incluye, impone un continuo entre los sujetos que somos, el lenguaje en que devenimos, la ética en acto que es esa escucha, de donde una política del poema. Una política del pensamiento. El partido del ritmo.
Por lo que resulta irrisorio que los poetas retomen indefinidamente el poetismo torre de marfil, de Hölderlin, "el hombre habita [o vive] poéticamente en esta tierra - dichterisch wohnt der Mensch auf dieser Erde", un Hölderlin atravesado por la esencialización Heidegger, donde se sitúa un pseudo-sublime a la moda. Por supuesto que no. El hombre vive semióticamente en esta tierra. Más que nunca. Y a no creer que me las agarro con Hölderlin. No, me las agarro con el efecto Hölderlin que no es lo mismo. Con la esencialización en cadena del lenguaje, del poema (y el neo-pindarismo que destila, y está de moda) y la esencialización de la ética y la política. 
El poetismo es la coartada y el sustento del signo. Con su cita-cliché de rigor, rueda de plegaria de la poetización: “y para qué poetas en tiempos de miseria- und wozu Dichter in dürftiger Zeit?" 
En contra –y sí, es así - de la necesidad del poema, precisamente del poema, siempre del poema. Del ritmo, precisamente del ritmo, siempre del ritmo. En contra de la semiotización generalizada de la sociedad. De la que algunos poetas creyeron, o simulan, escapar por lo lúdico. El amor por la poesía, en lugar del poema. Cavándose la fosa con sus rimas. Miseria poética más que tiempos de miseria.
Hay que pensar la claridad del poema. Apostando a la necesidad de separar a Mallarmé de interpretaciones que lo hacen recaer continuamente en el signo, tomando durante cuarenta años siempre las mismas palabras, la “desaparición elocutiva del poeta”. Pero nunca “el poema, enunciador”. Mallarmé-síntoma. Reducido sólo a cuestiones de sentido. Lo que permite que se lo siga viendo como un poeta difícil. Obscuro. Nada cambió, o muy poco, desde Max Nordeau. Siempre los imbéciles del presente.
Replegando a Mallarmé sobre su época. Doblemente encerrado, Mallarmé, en el signo, y en el simbolismo. Antiguallas, “la explicación órfica de la Tierra”. El modo complaciente de continuar sin pensar el poema. Todo a costa de sacralizar la poesía.
El desafío, de hacer escuchar la oralidad y la claridad de Mallarmé, es el poema. Contra la estupidez erudita del signo. 
El desafío de sugerir en lugar de nombrar, como un universal del poema. Por lo tanto un universal del lenguaje. No se puede ser más claro, como decía él: “trabajar con el misterio en vista del más tarde o del jamás”.
Entonces, contrariamente a los que no creen más en la palabra de Mallarmé sobre “la explicación órfica de la Tierra” y sin perder más tiempo en algunos descriptivistas enumeradores de nombres de ciudades, diría que el poema, el más pequeño poema, una copla española, es el relevo del desafío postergado, eludido en la no-realización de Mallarmé de su “Libro”, esencializando la poesía, en lugar de escuchar las formas incesantemente renovadas de la “Odisea moderna” en Mallarmé mismo, en lo que ha escrito más que en lo que no ha escrito, y en todas las voces que han sido su propia voz.
Porque con cada voz, Orfeo cambia, y vuelve a comenzar. Comienza una nueva Odisea. Tienen que escucharla, hombres de poca voz.
Con un poema, no se pone en marcha una visión, como creyó toda una tradición poética primero, poetisante después. Sino “el único deber del poeta”, por retomar a Mallarmé, porque en principio hay uno, y sólo el poema puede dar lo que únicamente él hace, la escucha de todo lo que uno no sabe que oye, de todo lo que uno no sabe que dice y de todo lo que uno no sabe decir, porque cree que el lenguaje esta hecho de palabras.
Orfeo fue uno de los nombres de lo desconocido. Un error grosero y común es creer que corresponde al pasado. En lugar que aquello que representa continúe en cada uno de nosotros.
Y la Odisea, la “Odisea Moderna” de la que habla Mallarmé, otro error grosero ha sido y sigue siendo, confundirla con los viajes y sus relatos, con la calcomanía de las epopeyas y el prejuicio reinante. Lo mismo que confundir lo monumental y lo sobredimensionado. El poema muestra que la odisea está en la voz. En toda voz. La escucha es su viaje.
Y si la escucha es el viaje de la voz, entonces queda abolida la oposición académica entre lirismo y epopeya. Así como la definición de pintura, que Poussin ya había tomado de un italiano del siglo XV, antes que la vuelva a decir Maurice Denis, como “colores ensamblados en cierto orden”, anula de antemano la oposición entre figurativo y abstracto.
Queda solamente: es pintura, o no es pintura. Como ya lo decía Baudelaire. Es un poema o no es un poema. Parece. Hace todo lo posible por parecerse. Parecerse a la poesía. Parecerse al pensamiento. Porque hay un poema del pensamiento, o entonces no es más que un símil. El mantenimiento del orden.
Así es, en un nuevo sentido, todo poema, si es un poema, una aventura de la voz, no la reproducción variable de la poesía del pasado, tiene en él la epopeya. Y deja al museo de las artes y tradiciones del lenguaje la noción de lirismo que algunos contemporáneos han intentado actualizar haciéndole decir un rosario de tradicionalismos: confusiones entre el je y el moi, entre la voz y el canto, entre el lenguaje y la música, en la común ignorancia del sujeto del poema. Confusiones, es cierto, que el pasado mismo de la poesía contribuyó a crear.
Pero el poema da señal de vida. Aquello que se le parece, porque quiere tener poesía, tener la apariencia si no tiene su ser, da señal de libro. 
Consecuencia: esta oposición recuerda la que habitualmente se hace entre la vida y la literatura. Y un poema es lo más opuesto a la literatura. En el sentido del mercado editorial. Un poema se hace en la reversibilidad entre una vida devenida lenguaje y un lenguaje devenido de la vida. 
Fuera del poema abundan pretensionismos de toda índole, montajes que siguen repitiendo el contrasentido tan difundido sobre la frase de Rimbaud “Es necesario ser absolutamente moderno”. Decididamente, nada más actual que el “Replicaré frente a la agresión que los contemporáneos no saben leer” de Mallarmé.  Otra vez es el imbécil del presente, que habla en ese contrasentido. El mismo imbécil del lenguaje.
Un poema está hecho del verso al que vamos, que desconocemos, y el que dejamos atrás, que es vital reconocer.
Para un poema, hay que aprenderá rechazar, a trabajar con toda una lista de rechazos. La poesía sólo cambia si se la impugna. Como el mundo sólo es cambiado por aquellos que lo objetan.
Entre mis rechazos pongo: no al signo y a su sociedad. No a la mediocridad pomposa que confunde el lenguaje y la lengua, y habla de la lengua sin saber qué dice, de una memoria de la lengua, como si la lengua fuera un sujeto, y de una relación esencial entre el alejandrino y el genio de la lengua francesa. No olviden respirar en todas las doce sílabas. Metrifiquen el corazón. Mitología que sin duda no es ajena al retorno, jugado por lo lúdico, a la moda de la versificación académica. Y si fuera para hacer reír, fracasó. Aristóteles ya había identificado a los que escriben en verso para ocultar que no tienen nada para decir.  
No al consenso-signo, en la semiotización generalizada de la comunicación-mundo.
No, no vamos a las cosas. Porque no dejamos de transformarlas o de ser transformados por ellas, a través del lenguaje.
No a la fraseología poetisante que habla de un contacto con lo real. A la oposición entre poesía y mundo exterior. Que sólo lleva a hablar de. A Enumerar. Describir. Nombrar otra vez. El mundo no está allí, sino la relación con el mundo. Y esa relación es transformada por el poema. Y la invención de un pensamiento es el poema del pensamiento. 
No, la poesía no está en el mundo, en las cosas.  Contrariamente a lo que han dicho los poetas. Imprudencia de lenguaje. Sólo puede estar en el sujeto que está sujeto al mundo y sujeto al lenguaje como sentido de la vida. Habíamos confundido el sentido de las cosas con las cosas mismas. Una confusión que lleva a nombrar, a describir. Ingenuidad pronto penalizada. La prueba, si hiciera falta, de que la poesía no está en el mundo, es que los no-poetas están en el mundo como los poetas y no hacen un poema. Un caballo da la vuelta al mundo y sigue siendo caballo.
Vivir no basta, todo el mundo vive. Sentir no basta. Todo el mundo es sensible. La experiencia no basta. El discurso sobre la experiencia no basta. Para que haya un poema.
No a la ilusión de que vivir precede a escribir. Que ver el mundo modifica la mirada. Cuando es lo contrario: la exigencia de un sentido que no está presente y la transformación del sentido por todos los sentidos que cambia nuestra relación con el mundo.
Si vivir precede a escribir, la vida es sólo la vida, la escritura es sólo literatura. Y se nota. Al menos hay que aprender a reconocerlo. La enseñanza debería servir para eso. 
No a la mirada cautiva para escuchar. Los poetas creyeron que hablaban de poesía apostando todo a la vista, a la mirada. Falta de sentido del lenguaje. Las revoluciones de la mirada son efectos, no causas. Una manera de hablar que enmascara su propio impensado. La oposición fuerte pasa entre el pensamiento por ideas preconcebidas, y pensar su propia voz, tener voz en su propio pensamiento.
No al rimbaudismo que ve a Rimbaud- la poesía en su partida fuera del poema.
No cuando se opone interior y exterior, imaginario y real, evidencia aparentemente indiscutible. Que nos impide pensar que sólo somos su relación.
No a la metáfora tomada por el pensamiento de las cosas, cuando no es más que una manera de girar alrededor, lo bonito, en lugar de ser la única manera de decir.
No a la separación entre el afecto y el concepto, cliché del signo. Que no sólo hace un símil-poema sino un símil-pensamiento.
No a la oposición entre individualismo y comunidad, efecto social del signo, el impensado del sujeto, por lo tanto del poema, que vuelve a la literatura, a la poesía, un juego social, la cursi cantinela del renga- pretendidos poemas que se hacen entre varios.
No a la confusión entre subjetividad, esa psicología, donde el lirismo queda atrapado,  esos metros que chantajean, y la subjetivación de la forma-sujeto que es el poema. 
No, no cuando se opone, tan cómodamente, la transgresión a la convención, la invención a la tradición. Porque desde hace mucho tiempo, así como hay un academicismo de la tradición, hay un academicismo de la transgresión. Y porque, en los dos casos, lo moderno se opone a lo clásico, mezclando lo clásico con lo neo-retro-, y en los dos casos se ha desconocido el sujeto del poema, su invención radical que desde siempre hizo al poema, y que traslada estas oposiciones a su confusión, a su impensado, que enmascara lo perentorio del mercado.
No también a la simplificación que opone lo fácil y lo difícil, la transparencia a la obscuridad, a los clichés sobre el hermetismo. El signo es para muchos, el que irracionaliza su propio impensado, el que lo vuelve ciertamente oscuro. Su claridad es oscura. Como la claridad francesa. Pero el poema, no se falsea con ese viejo truco.
No a la poesía en la mira del poema, ya que enseguida es una intención. De poesía. Que por lo tanto sólo puede dar literatura. Poesía de poesía no siendo más poesía de lo que el sujeto filosófico es al sujeto del poema.
Manifestar no es dar lecciones, ni anunciar. El manifiesto surge de lo intolerable. Un manifiesto no puede tolerar más. Por eso es intolerante. El dogmatismo fofo, invisible, del signo, él, no pasa por intolerante. Pero si en él todo fuera tolerable, no habría necesidad de un manifiesto. Un manifiesto es la expresión de una urgencia. A riesgo de pasar por improcedente. Sin riesgo, tampoco habría manifiesto. El liberalismo no muestra que es ausencia de libertad.
Y un poema es un riesgo. El trabajo de pensar también es un riesgo. Pensar qué es un poema. Lo que hace de un poema un poema. Lo que debe ser un poema para ser poema. Y un pensamiento para ser pensamiento. Esa necesidad, de pensar inseparablemente el valor y la definición.  De pensar esa inseparación como un universal del poema y el pensamiento. Su historicidad, que es su necesidad.
Aún si ese pensamiento es particular, siempre tuvo lugar por principio en una práctica, necesariamente será verdadero siempre. No es por lo tanto de ninguna manera una lección para lo que se llama el siglo venidero. No más que el balance académico del siglo. Ese efecto de lenguaje, el efecto-temporalidad del signo. El discontinuo del secularismo.   
En suma, el poema manifiesta y hay que manifestar por el poema el rechazo a la separación entre lenguaje y vida. Reconocerla como una oposición no entre lenguaje y vida sino entre una representación del lenguaje y una representación de la vida. Lo que contextualiza el supuesto entredicho de Adorno (que es bárbaro e imposible escribir poemas después de Auschwitz), que algunos piensan en invertir haciéndole jugar ese rol de inversor a Paul Celan, mientras siguen en el mismo impensado, que mostraba Wittgenstein por el ejemplo del dolor. No puede decirse. Pero justamente un poema no dice. Hace. Y un pensamiento interviene.
Esas impugnaciones, todas esas impugnaciones son indispensables para que venga un poema. A la escritura. A la lectura. Para que vivir se transforme en poema. Para que un poema transforme el vivir.
El colmo, en el que toma aires de paradoja, es que no son más que cuestiones obvias. Pero desconocidas.  Lo cómico del pensamiento.
Pero solamente por estas impugnaciones, que son el pulso del pensamiento, para respirar en lo irrespirable, es que siempre hubo poemas. Y que el pensamiento del poema es necesario al lenguaje, a la sociedad.

NOTA BENE: ésta, del 2 de noviembre de 1999, constituye la segunda y provisoriamente definitiva versión.

Traducción: Raquel Heffes

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