Texto del periodista Laurent Joffrin que prologa la edición del Tratado sobre la tolerancia de Voltaire,
escrito a raíz de un hecho tan injusto como espantoso, producto de la
intolerancia religiosa de su tiempo, y ofrecido a sus lectores por el diario
francés Libération en formato digital. Escrito por uno de los principales
representantes de la Ilustración, cobra nuestros días una vigencia
sorprendente.
PREFACIO- ¿Voltaire habría sido Charlie? Dejaremos la pregunta en suspenso. El genio del estilo y la claridad de argumentos borran todas las reservas. La lengua es un arma. Voltaire la vuelve contra la idiotez del dogma, la estupidez de las verdades reveladas…
Por Laurent Joffrin
Cuando se le habla del caso por
primera vez, Voltaire no es nada tierno con la familia Calas: “No valemos gran cosa pero los hugonotes son
peores que nosotros, y además declaman contra la comedia”. Una tarde de
Octubre de 1761, en el 16 de la calle des Filatiers, en Toulouse, se encontró a
Calas hijo, Marc-Antoine, colgado del picaporte de la puerta de la planta baja
de la casa familiar. Los Calas acusan a un desconocido criminal venido del
exterior. Pero la puerta que da a la calle está cerrada por dentro. Rápidamente
los rumores circulantes dan otra versión. En el seno de un hogar protestante,
el joven quería convertirse al catolicismo; para impedirlo, la familia decidió
matarlo. Este crimen del fanatismo conmociona a Voltaire. Todavía está mal
informado.
Al término de un proceso injusto
basado en el odio a los reformistas, Jean Calas, el padre, es condenado a
muerte. Le muelen los huesos, lo fuerzan a beber veinte jarras de agua, lo atan
en la calle y le rompen los brazos y las piernas, antes de estrangularlo y
quemar el cuerpo. Juan Calas no confiesa nada. En medio de indecibles
sufrimientos, sostiene su inocencia hasta el final y le pide a Dios que perdone
a sus jueces.
Poco después, un amigo esclarece a Voltaire.
El proceso es escandaloso, le dice. Calas es inocente, el hijo no fue asesinado
sino que se suicidó. El asesinato colectivo es un invento popular avalado por
una justicia parcial, una fábula nacida de la intolerancia. Marc-Antoine era
melancólico, no soportaba el futuro que le fue destinado. Si la familia alegó
el crimen de un merodeador, fue para librar a su hijo de la suerte del suicida,
cuyo cuerpo sería arrastrado por tierra boca abajo antes de tirarlo a la
basura. Esta mentira inicial despertó sospechas. Los prejuicios del pueblo de
Toulouse hicieron el resto. La investigación estuvo a cargo de un oficial
municipal repleto de prevenciones contra los hugonotes. Se llamó a la delación
pública recurriendo al procedimiento monitorio, que consiste en leer en las
iglesias un texto llamando a testimoniar, bajo pena de excomunión. Las
acusaciones contra la familia Calas proliferaron, todas en base a lo que se
dice. Juan Calas fue condenado sin pruebas, conforme a los rumores y el
fanatismo reinante.
Intrigado por el enigma policial,
indignado por la barbarie de la ejecución, Voltaire recibe uno de los hijos
Calas. Las acusaciones son falsas, dijo el joven. Calas amaba profundamente a
Marc- Antoine. Uno de los hermanos se convirtió al catolicismo sin que el padre
le hiciese ningún drama. Cuando descubrieron el cuerpo, los gritos de
desesperación de la familia eran tan fuertes que los vecinos oyeron, lo que no
cuadra con un asesinato colectivo. Y por qué los Calas habrían matado su hijo
en presencia de un invitado, delante de la sirvienta católica que podría
haberlos denunciado, cuando les sobraba tiempo para organizar el asesinato en
un momento más propicio? Sólo el suicidio es lógico.
Convencido, Voltaire se pone en
campaña. Con 67 años, está en la cumbre de su gloria. Dramaturgo reconocido,
autor de numerosos escritos, alma del partido filosófico, es también amigo de
reyes, la atracción de los salones, escritor tan admirado como temido por la
Iglesia, retirado en Ferney donde lleva la vida de un sabio de la Ilustración,
administrando su domino y carteándose con toda Europa. Conmocionado por el
crimen jurídico, viendo en la condena inicua la ilustración de sus ideas sobre
el fanatismo religioso, pone todo en juego, su gloria, su fortuna y pronto incluso
su persona para obtener la revisión del fallo y la reivindicación de Calas. Escribe
carta tras carta a sus amigos de la aristocracia y de la Corte, publica
panfletos, interpela a las autoridades, refuta impiadosamente a los acusadores,
ironiza sobre los argumentos de los devotos, procura subsidios a la familia
Calas y recibe en su casa a la viuda del supliciado.
Su actividad incansable logró la
razón de los poderes. En 1765, conmovido por las filípicas del señor de Ferney,
viendo que una gran parte de la opinión esclarecida sostiene la causa de la
revisión, Luis XV recibe a los Calas; el rey otorga una importante
indemnización a la familia.
El escritor obtuvo la razón de la
Iglesia, del partido devoto y la justicia. Un siglo antes que Zola y el
nacimiento de los “intelectuales”, Voltaire fundó la típica figura francesa del
escritor comprometido en nombre de valores universales contra la iniquidad de
los poderes.
En 1763, en plena batalla, juzga
que de hecho la suerte de los Calas concierne a la humanidad entera. La familia
martirizada no es solo la protagonista lamentable de un suceso. Es la victima
emblemática de la intolerancia religiosa, que ha ensangrentado el siglo XVI,
sostenido las tiranías del siglo XVII y que continua ejerciendo en el Siglo de
las Luces su funesta influencia.
Apelando a todos los recursos de su
estilo y erudición, Voltaire compone este Tratado
de la Tolerancia que adquiere todavía hoy una resonancia dramática. Es un
texto de circunstancia: se trata del relato del caso Calas, diálogos satíricos
o filosóficos, largas digresiones históricas, acalorados alegatos plenos de
cordura por el derecho a la diferencia religiosa, siempre que se mantenga en la
esfera privada. Es un texto clásico: frente a todos los poderes teocráticos,
frente a todos los fanatismos, un ácido para los prejuicios, una crítica a la
mojigatería, un ariete literario que golpea fuertemente a las puertas del
dogmatismo religioso.
Si hoy tiene todavía una
repercusión inesperada, es porque cuestiona nuevos poderes. Las dictaduras católicas
siendo raras en adelante, el islam político, que niega la modernidad y cambia
la religión en tiranía, se vuelve objetivo de la prosa volteriana. Un
periodista condenado a mil latigazos, una escolar culpable de querer aprender y
amenazada por asesinos, rehenes decapitados, jovencitas sustraídas y casadas a
la fuerza, son los Calas de hoy, inmoladas en nombre de un Dios tiránico por
devotos sin humanidad. Un tribunal influenciados por los prejuicios, una
multitud llena de odio en nombre de la fe, el rechazo de la razón, la ley de
Dios en lugar de la de los hombres, ajustes de cuentas políticos al amparo de
la piedad, castigos crueles: la Francia de 1763 tiene bastantes rasgos en común
con las teocracias contemporáneas. Con esta diferencia: Voltaire no fue
arrestado ni amenazado de muerte, sus arengas fueron difundidas pese a todo y
el poder político terminó por dejarse convencer de reparar la injusticia. El
empuje de la modernidad había vuelto plural y ambigua a la Francia del siglo
XVIII, la monarquía deseaba reformarse y la clase dirigente estaba dividida
entre tradicionalistas y partidarios de nuevas ideas. Se incubaba la
revolución.
¿Qué pasa en la Arabia Saudita de
hoy? Sin hablar de las crueldades que conforman la cotidianeidad del estado
islámico. Lo que Francia vivía en esa época, tantas naciones musulmanas lo experimentan,
en la lucha, en la contradicción, que se sueña con Túnez que evitó el peligro
islámico por un acuerdo, una solución que seguramente Voltaire hubiera
aprobado.
Los exégetas señalarán que el Tratado sobre la tolerancia no se adapta
del todo a la situación creada por la masacre de Charlie Hebdo y del Hipermercado Casher. Voltaire clama por la
libertad de conciencia más que por la libertad de expresión. Tomando el caso de
Farel, el extremista calvinista que ataca a sus adversarios en las calles de
Ginebra, le recrimina no que reprima la expresión de los otros sino
directamente su fe. Sobrentiende así que la conciencia debe ser libre, no su
manifestación pública, que debe quedar en los límites de la armonía entre
religiones. Restricción de época, seguramente, tantos católicos de Francia
buscaban regentear no sólo la expresión pública sino las ideas preconcebidas o
aprobadas en el secreto de la vida privada. Voltaire quiere que cada uno sea
libre de pensar lo que quiera. No va a aprobar los dichos provocadores o las
ofensas directas a tal o cual culto. Voltaire es un hombre de sabiduría, de
moderación, hoy se diría que es un pragmático, un reformista de la laicidad.
Pero justamente: en los países de teocracia,
la libertad de conciencia sería ya un enorme progreso. Las minorías religiosas
en un país de islamismo radical o fundamentalista son perseguidas por lo que
son antes que por lo que hacen. Se busca erradicarlos, no sólo confinarlos al
espacio privado. La tolerancia según Voltaire les haría dar un paso adelante
considerable; el tratado es de una candente actualidad, aun cuando lleva la
marca del siglo XVII y la meticulosa influencia ejercida sobre la vida social por
los devotos católicos, que había que hacer salir de las casas antes de
proclamar la libertad de los lugares públicos.
¿Voltaire habría sido Charlie?
Dejaremos la pregunta en suspenso. El genio del estilo y la claridad de
argumentos borran todas las reservas. La lengua es un arma. Voltaire la vuelve
contra la idiotez del dogma, la estupidez de las verdades reveladas, la tiranía
con la cabeza gacha, la estupidez de los fanáticos. Allí está lo esencial. Allí
reside la eterna fuerza de esta prosa luminosa, cuyo brillo ahuyenta todavía
las cucarachas del oscurantismo.
Traducción: Raquel Heffes
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